sábado, 24 de mayo de 2008

AHÍ VAMOS, JOSÉ GERVASIO


Hacía tiempo que mi ser y quehacer docente no me llevaba a un desfile en fecha patria: este 18 de mayo marchamos hacia Don José Gervasio Artigas que, con su infinita paciencia de monumento, nos esperaba sobre los escalones de piedra.
Yo iba francamente dividida entre mis recuerdos infantiles del fasto de tales conmemoraciones y el horror adulto de haber descubierto el dolor y la muerte que desgarraban al Uruguay mientras nosotros hacíamos flamear las banderas y arrojábamos pétalos de camelia al General Gregorio Álvarez.
Pero, en fin: a eso de 11:30 iniciamos la marcha desde el frente del Liceo. Una marcha de adolescentes fácilmente deviene estampida y esta no fue la excepción: a los 50 metros, varias de las adultas responsables jadeábamos detrás del contingente estudiantil, tratando de mantener algo de garbo y compostura. Una vez llegados al corazón del evento fuimos divididos en dos partes: los abanderados que debían quedar en la plaza y el resto , para evitar aglomeraciones, fue ubicado a cincuenta metros en un sitio inverosímil bajo el argumento de que, desde allí se incorporarían al desfile.Quien no haya estado en tal momento y situación pensará que se trataba de movilizar muchedumbres, tipo la entrada de los Aliados a París,de ahí el despliegue logístico, pero en lugar de ello, teníamos un grupo de gurises parados a la vera del evento y de la historia porque podríamos haber hecho un sacrificio ritual frente al momumento que los pobres se enterarían por los diarios: no vieron ni oyeron nada.
Fue entonces que se me dio por pensar por qué los uruguayos hacemos este tipo de cosas. ¿Realmente celebramos? Celebrar es festejar, es decir, alegrarse, es decir estar y mostrarnos alegres porque -se supone- ese día encierra algo que nos produce contento.Pero no: ponemos cara de estar enterrando un difunto y nos obligamos a una larga serie de gestos formales ,pero en el fondo ... no hay fondo. Estamos educando generaciones que creen que Artigas ya nació de bronce y de ese tamaño; pasamos por planes de educación que hirieron de muerte la conciencia histórica, entonces ahora todo parece salido de atrás de una piedra (Julio César, Napoleón, Artigas y yo venimos en el mismo paquete). Entonces los llevamos a celebrar algo que no tienen ganas de celebrar porque aún no han entendido cuál es el motivo.Así como los paquetes de contenido delicado llevan el rótulo de FRÁGIL, las fechas patrias afuera dicen IMPORTANTE, pero justamente ese es el problema: afuera. Mientras caminábamos aplaudidos y oyendo la fecha de nuestra fundación me dio la impresión de que el pueblo no festejaba: miraba a los que iban desfilando que tampoco festejaban porque estaban preocupados de obrar bien para los que estaban mirando. ¡Qué se yo! En una de esas ya estoy chocheando; los procesos se han acelerado tanto que tal vez a los 38 estoy medio senil y un poco agria y algunos fastos patrios me huelen a autoexaltación de minorías.
En fin: le dejamos las flores a José Gervasio (que sigue mirando más allá y por encima) y nos fuimos a casa. Hasta creo haberle visto un leve rictus de enojo: ¿habrá sospechado que hicimos el acto porque caía domingo y que si hubiese caído en día de semana hacíamos un fin de semana largo y nos tomábamos el buque? Viejito desconfiado, ché.

miércoles, 7 de mayo de 2008

NUEVOS AMORES VIEJOS



Para casi todas las cosas de mi vida soy un bicho de costumbres (y a veces simplemente un bicho). Me da pereza hacer amigos nuevos y me da pánico además de pereza, la procura de amores.
Con los escritores me acontece más o menos igual: puedo leer nuevos pero durante años me han rodeado y rodean los mismos, esos que me han leído mientras los leo y que se me han parado en frente al medio de una clase o que no han querido abandonarme aún en las horas de mi vida en que hasta yo me abandoné.Alguna que otra vez me pregunté si el maridaje con García Márquez, Homero, Hermann Hesse u Octavio Paz no era como esas historias de amantes que uno arrastra por los años más por miedo al cambio que por pasión. Y no recuerdo qué me contesté.
Sí sé que un día, no hace más de dos años, dí en leer a un autor por quien había pasado en la vida como uno lo hace junto a una de esas personas que sabemos están ahí pero nada más: simplemente no se nos ocurre buscar más allá del rostro o del nombre. Por acaso o por sabrá Dios qué, empecé a leer a Fernando Pessoa y las viejas letras de Lisboa se volvieron mi nuevo encanto y el más perfecto espejo al que me haya asomado. No me veo más linda ni menos desgraciada: me veo descubierta en la palabra de alguien que nunca supo de mí ni tendría cómo haberlo hecho (tuvo la mala idea de morirse en 1935).
Dice José Arcadio Buendía que nadie es de ninguna tierra mientras en ella no ha enterrado un muerto. Bueno: con creces adquirí el derecho a declarar que el lugar en el que estoy es mi tierra, no sólo por haber nacido en ella; pero hay una patria a la que pertenecí primero: los libros, las letras que me dieron una certeza de existir mucho más fuerte que el pisar cualquier suelo, incluso el de esta Santa donde vivo y donde empecé a leer a Fernando Antonio Nogueira Pessoa, ese portugués habitado por tantas almas.

SI YO MURIERA JOVEN (Fernando Pessoa)

Si yo muriera joven,
sin poder publicar libro alguno,
sin ver la cara que tienen mis versos en letra impresa,
pido que, si se quisiesen molestar por mi causa,
no se molesten.
Si así ocurrió, así es verdad.

Aunque mis versos nunca sean impresos
tendrán su propia belleza, si fueran bellos.
Pero no pueden ser bellos y quedar por imprimir,
porque las raíces pueden estar bajo la tierra
pero las flores florecen al aire libre y a la vista.
Tiene que ser así por fuerza. Nada puede impedirlo.

Si yo muriera muy joven, oigan esto:
nunca fui sino una criatura que jugaba.
Fui gentil como el sol y el agua,
de una religión universal que sólo los hombres no conocen.
Fui feliz porque no pedí ninguna cosa,
ni procuré hallar nada,
ni hallé que hubiese más explicación
que la de que la palabra explicación no tiene ningún sentido.

No deseé sino estar al sol o a la lluvia,
al sol cuando había sol
y a la lluvia cuando estaba lloviendo
(y nunca la otra cosa).
Sentir calor y frío y viento,
y no ir más lejos.

Una vez amé, pensé que me amarían,
pero no fui amado.
Pero no fui amado por la única gran razón:
porque no tenía que ser.
Me consolé volviendo al sol y a la lluvia,
y sentándome otra vez en la puerta de casa.
Los campos, al fin, no son tan verdes para los que son amados
como para los que no lo son.
Sentir es estar distraído.