miércoles, 25 de junio de 2008

CUANDO YO ERA DOMADORA


Ni de potros ni de corceles alados: de motos. Habrá sido en una de esas primaveras de viento en contra cuando decidí que era tiempo del salto cualitativo: de la bici al ciclomotor y ¡adiós tracción a sangre! Pero en realidad eran otros los saltos que iba a dar. Adquirí entonces la pequeña bestia en incómodos pagos mensuales, siguiendo además el procedimiento lógico: primero la compré y luego pedí que me enseñaran a manejar. A mi primo Damián tocó en "suerte" el insólito magisterio. Aún recuerda con pavor la primera vez que traté de meter un cambio o la escena dantesca en que, tras despedirme tiernamente de mis ahijados bajo un cálido solcito de otoño, salí arrancando yuyos por entre la cuneta porque en lugar de aminorar, aceleré (lo bueno es que, desde entonces, los nenes me creen una especie de Easy Rider).
Y así dio comienzo mi azarosa vida de motoquera ... y mi leyenda negra.
Diez minutos antes de subir a la moto ya me contracturaba; el pequeño animal metálico fue minando mi carácter, como hacen los taxis con sus conductores y los ómnibus de línea con sus choferes. El momento de dar la famosa "patadita" era una pesadilla: mi coordinación psicomotriz colapsaba bajo la mirada de los curiosos y compasivos. Unos pocos osaron proferir comentarios, y por tal motivo aún recordarán las procacidades que brotaban de mi boca. Definitivamente aquel engendro diabólico hacía aflorar lo peor de mí.
Y luego venía el capítulo de rodar por las calles de Santa Clara. Durante la primera semana casi fui atropellada por un camión y amenacé seriamente la vida de cuatro perros y una bandada de gansos.
Siete días después cambié eso problemas por otros: como nunca calculaba bien las distancias ni la velocidad, cada mañana clavaba una frenada a las puertas del liceo, levantando la polvareda y el griterío de mis alumnos. Para disimular el bochorno yo asumía una actitud Marlon Brando total, y descendía del aparato endemoniado posando de radical. El otro tema era el saludo: muchos llegaron a creer que el cambio de vehículo me había envanecido a punto tal ignorarlos. En la realidad todo obedecía a un burdo problema de coordinación: jamás pude soltar la mano izquierda al conducir; andando en bicicleta era un ítem disimulable, pero en moto, levantar la mano derecha para saludar digamos que es, cuando menos, mortal. Procedí entonces a saludar con un gentil movimiento de cabeza; las doñas me adoraron: jamás me habían visto tan reverente.
Poco a poco fui evolucionando: ya no me chocaba el surtidor al frenar para poner nafta, ni raspaba el cordón de la vereda, pero pasar de 3ª a 2ª era la muerte: en vez de la caja de cambios aquello era la Caja de Pandora. Mas yo, como una lady de meñique levantado, sonreía mientras avanzaba corcoveando por la principal avenida.
Terminé de concluír que algo andaba mal cuando percibí que mis alumnos subían rapidito a la vereda tan pronto como yo me les aparecía en su campo visual, con el rostro crispado y envuelta en una nube de incertidumbre (¿dónde paro?, ¿irá a chocar hoy?, ¿Para dónde era la 2ª?, ¿me atropellará la bici a mí también ?). Y cuando percibí el pánico de mi niña Pastora. Mentira que los gurisitos no conocen el peligro: lo huelen en el aire. Si no ¿por qué cada vez que me veía en la moto gritaba "¡La moto de mamá nooooo !" ?
Entonces, por todo lo antes dicho asumí la derrota y retorné a mi bicicleta verde, larguísima y con aire de paquidermo pero ... sin motor.
Y cuando alguien me recuerda aquel tiempo aciago en que el embriague no se daba con el acelerador, y me pregunta por qué vendí la moto yo respondo simplemente: "Es muy ingrata la vida de domador"

sábado, 7 de junio de 2008

YA VENDRÁ EL PRÍNCIPE AZUL (O ALGÚN REY DE LA BARAJA)


Siempre me gustó más el mostrador que la mesa de té, la cancha de fútbol y no el paseo de compras, el asadito en lugar del vernisage y no me quejo: nadie me ha señalado con el dedo por ello (y si lo hizo, justo yo estaba de espaldas, así que me ne fute). El problema es que en lugar de buenos muchachos, de hábitos conocidos y ganas de permanecer a mi vera, siempre opté por los tahúres y/o las aves de paso (ahí sí, creo que alguien me haya señalado con el dedo, pero entonces yo me había puesto de espaldas, así que me ne fute). En esta aldea Santa viví unas cuantas historias aunque ninguna haya sido -creo- verdaderamente de amor.
Tuve sí una pasión que me costó un poco menos que la vida y algo más que la paz: pero el Señor me ha dotado de increíbles talentos para el sabotaje, así que en un tiempo no quedaba más que una botellita con arena de algún desierto, que me apresuré a tirar por entenderla una horrible metáfora del presente.
Ya repuesta del vínculo malsano, me abrí camino entre el fragor de la parranda y, entre codazos y meneos,seguí hallando finales para historias que jamás acerté a comenzar.
Alguna doña bienintencionada hasta se preocupó viéndome entrar a los 30 solterita y sin compromiso (yo también, pero alguien tenía que fingir); eso sí: al menos no me arrimaron ningún santo al que vestir, de modo que seguí el corso, con penas pero alguna que otra gloria.
Insisto en que no creo haberme enamorado porque imagino que en esas circunstancias uno se da cuenta de que está hasta las manos. Y tal vez para no quedarme sin saber lo que se siente, empecé a enamorarme de cosas y no de gente, de puro cobarde nomás. Es así que vine a amar este pueblo a veces tan lleno de espejos a los que no me quiero mirar, a las decenas de fotos antiguas que invaden lentamente mi casa y tras ellas sus fantasmas, a la vida (a quien amo con el dejo de tristeza que pongo en las cosas en las que creo), a mi hija, al fútbol y a Camarón.
La felicidad debe haber golpeado a mi puerta justo cuando yo tenía las manos ocupadas y no pude abrir, pero si no tuvo la constancia de volver mejor que se haya ido: para inconstantes y timoratos basta conmigo.
Y bueno: tal vez un día de estos le quite el moho a las viejas armas y entre a saco en la bailanta, donde nunca falta un antihéroe. O tal vez me ponga a chatear con hombres interesantes que se llaman Superpollo o Chico 10. Cualquier cosa menos rezarle a San Antonio, no vaya a sucederme lo que a una querida amiga (y en un tiempo también madrastra), quien enterada de que iba a subir al cerro con nombre de Santo, temió lo peor y me advirtió: "Ay, Carmen, por favor: no le pidas nada, mirá que yo le pedí ... ¡ y me mandó a tu padre !