lunes, 20 de octubre de 2008

EL ÚLTIMO COWBOY



"I´m a poor, lonesome cowboy"

Santa Clara tiene esas cuadras interminables y sin vereda que al apurado le hacen sentir que va andando sin salir del lugar, como en el gimnasio.
En una de esas caminatas imposibles fue que se me apareció recortado en el horizonte: ni el último, ni un cowboy, pero sí igual de perdido y solitario en aquella jornada en que yo iba rezongando contra la humedad y caminaba rumbo a mi casa a la hora del almuerzo.
De pilot, con un sombrero de esos que usan los sheriff, y ese aire de despedida que cobró cuando los alcoholes empezaron a ganarle la pulseada. Cuando al fin me le acerco me recibe con esa frase: "Aquí viene el último cowboy". Llorar era un exceso y reír era hipocresía, de modo que me diluí en un par de frases de circunstancia y seguí mi camino, pensando en que, definitivamente, los Ramírez nacimos para la tragicomedia.
Mi abuela paterna -la Adelaida- fue ,durante muchos años, cocinera de la parroquia, por tanto ,para ella los sacerdotes eran apenas algo menos sagrado que el Niño Jesús. Aconteció que uno de esos 6 de Enero en que mi padre celebraba su cumpleaños con uno de los clásicos y tormentosos asados bajo el tala (que aún está frente a la casa materna), la sobremesa se tiñó de vino VUDÚ y, para colmo de males, había una guitarra a mano.
Mi abuela, resignada, se sentó a la puerta de su casa, rogando que aquello fuera breve, pero ese día nuestro Señor andaba con ganas de hacer bromas. Primero, mi viejo quiso homenajearla cantando un vals: "Pedacito de cielo", pero la emoción lo traicionaba a cada compás y , como él era del país donde los hombres no lloran, desistió de la serenata. La Adelaida para entonces había adquirido una expresión de Toro Sentado y no se dejó conmover.
Tras unos minutos en los cuales el festejo parecía tocar fin, resucitó mi tío, quien se había ido apagando por los efectos del calor y los tintos. Y entonces incorporó en Joselito. Tonadillas flamencas y amagos de paso doble con un sello personal: una patadita al costado y su expresión característica. "¡Ñéi!" (???)
A esas alturas la Adelaida había mutado en basilisco pero, así y todo, continuaba implorando al Señor que no pasara ningún vecino y así aquel bochorno fuera lo más privado posible. Y en eso el Supremo le dio el gusto: no pasó ningún vecino. Pero acertó a pasar el mismísimo cura.
En lo alto de la calle asomó la negra silueta del Padre Alonso y entonces mi tío y mi padre, que nunca olvidaron sus días de monaguillo, le salieron al paso y medio lo conminaron a unirse al festejo, mientras le bailaban en la vuelta a lo Miguel de Molina. El pobre Alonso tan sólo repetía: "Coloso ché, coloso", y se esfumó en cuanto Los Churumbeles de España le dieron un respiro.
El corolario fue el habitual: la Adelaida con una rodaja de papa en cada sien para aliviar la jaqueca, y cada uno a su casa para aliviar la resaca.
Mi padre con nombre de héroe (José Gervasio),presumía de buen tirador. Jamás lo ví en una cacería ni en una persecución, pero recuerdo algún episodio que viene a cuento.
Cierta vez mi abuela Carmen andaba complicada porque no lograba soltar a nuestro perro el Peñarol para que retozara un poco en los alrededores.(Des)Acertó a llegar mi padre y la encontró en esos temas: "-¿Qué le pasa, Vieja?", "Que no puedo soltar a este perro!", "-Pero ¿qué problema se va a hacer? A ver: salga de ahi" y ¡¡¡PUM!!!, le cortó la cadena de un tiro, al mejor estilo Clint Eastwood. Desde entonces el Peñarol odió los cohetes de Navidad y mi abuela, cuando lo soltaba, se cuidaba de no ser vista ni oída.
Para cualquier ciudadano estas conductas son por lo menos de reparo, pero para un oficial de policía pueden ser además de sumario, como le vino a acontecer a mi progenitor cuando redujo la distancia entre Santa Clara y Treinta y Tres de 70 kiómetros a tan sólo 7; automática en mano, le borró el cero de un cartel a balazos.
Hoy que entiendo hasta qué punto el espíritu dionisíaco puede ser hereditario, de alguna forma agradezco que me haya legado su humor de sátiro... y que no me haya enseñado a manejar un revólver.
Pero -por si acaso- si un día de éstos me ven andar de sombrero texano, favor apartarse.

miércoles, 15 de octubre de 2008

A yuyos del suburbio


Aborrezco la humedad como al enemigo que es: todo huele mal y el mundo se vuelve una superficie sobre la que resbalar. Pero las humedades de primavera tienen la belleza y la esperanza que a las del invierno le falta.
Hoy, único día de la semana en que puedo llevar a mi Niña Pastora a la escuela, emprendimos camino andando de la mano por la 19 de Abril, la "Calle de Abajo" (sabrá alguien en que posición se sitúan las otras). Tras dejarla en ese pequeño mundo de Lilliput, me volví sobre nuestros pasos aún cargada de la nostalgia que me había producido un episodio apenas anterior: esta mañana, creciendo sobre todos mis fantasmas imprimí y le hice para ella un retrato de sus Abuelos que están en el Cielo: mis padres. Fue ella quien me lo pidió y eligió la imagen en cuestión. Y fue ni más ni menos que una foto del casamiento: aquella larga y triste historia que empezó en 1969 y se destrenzó en años de amarguras varias que invariablemente daban comienzo o terminaban en aquel día en que ambos dieron el sí.
Pues bien: la niña quiso para sus ojos la figura de mis padres apenas consagrada su unión. Yo que siempre detesté esas fotos por la carga que para mí traían no fue sino hasta hoy que miré por encima de heridas viejas y vi lo hermosa que es la imagen: mi padre con su bigotito a lo Antonio Prieto y mi madre con esa melancolía suavísima en la mirada; él que besa su frente con un gesto casi de reverencia y ella que interroga el futuro mientras inclina la mirada con aquel gesto de las actrices que poblaron sus años de ilusiones.
Mi madre fue un alma romántica a lo Madamme Bovary, que además hablaba con frases de canciones; las tristezas tenían siempre un dejo de tango. Siempre había una letra de tango para nombrarlas. Mi padre fue un buscador de algo que nunca supo definir y que, entonces, jamás encontró. Y los dos juntos me dieron esta existencia que disfruto o acarreo, según los tiempos.Y me dieron un universo poblado de toreros, milonguitas, cantores de jazz, de María Félix, de Nat King Cole, de Julio César Abbadie y del Negro Jefe.
Yo nunca vi "Sangre y arena" y, sin embargo, puedo ver a Rita Hayworth enfundada en su vestido, con la cabellera roja cantando "Verde, verde luna" porque la vi en los ojos de mi madre. Jamás vi "Doctor Zhivago" pero recuerdo la carrera de Omar Shariff tras el auto que se iba para siempre porque lo supe en la voz de mi padre.
Todo eso me volvió a la mente hoy mientras pisaba la tierra húmeda de la Calle de Abajo, mirando los yuyos florecidos, los árboles cargados de flores, los lugares de siempre teñidos por los colores de esta vida que no para.