lunes, 9 de noviembre de 2009

DOS POR CUATRO



Cuando -a los ocho años- mi madre me dio la opción de estudiar piano o inglés, ni lo dudé: piano. Eran los años en que el universo entero suspiraba por Richard Clayderman. Lástima que nadie me advirtió que lo que realmente sonaba bien era la tremenda orquesta que tenía detrás, y que él tenía más virtud en mover suavemente su blonda cabellera de príncipe que en pulsar las teclas.
Mas cuando me di cuenta ya andaba nadando entre calderones, semicorcheas y claves (aún hoy odio la clave de DO). Por entonces empecé a soñar con tocar en una orquesta de jazz. Mientras martillaba las escalas del Zcerny-Germer, imaginaba que Count Basy descubría mi talento y me llevaba de gira. Aprendí a admirar a Mozart, pero seguía volando por los auditorios repletos de gente, improvisando con la complicidad de un saxo tenor. Luego vinieron las etéreas barcarolas de Mendhelsson, con mi mano suspendida en el aire, contando los tiempos. Pero para entonces yo había descubierto dónde quería estar: al piano de una orquesta de tango. Era la época dorada de Silvio Soldán, cuando mi madre y yo esperábamos a que Agustín Magaldi Hijo cantara "Nieve", mi padre aguardaba a "Edmundo Rivero", y todos veíamos al Maestro Pugliese dirigiendo a su orquesta, pequeñito y majestuoso frente a su piano de cola.
Es de esos entonces que los compases inicales de un tango me producen fascinación, cuando el piano, las cuerdas y el bandoneón rompen en el aire y, por unos instantes, el cantor aguarda hasta que entonces, avanza hacia el micrófono y comienza a cantar, llevado por ese piano que suena, inexhorable como un reloj, y por los violines que tienen la dulzura y la melancolía del alma. Es un momento de magia: la voz y los instrumentos envueltos en una música perfecta, ajustada, incomparablemente exacta. Por eso no lograba entender cómo a mi viejo le gustaba tanto el Polaco Goyeneche, que entraba al ritmo que quería y que andaba por encima o por debajo, pero nunca con la melodía. No soportaba verlo toser y recitar al mismo tiempo.
Luego corrió mucha agua bajo el puente, y con ella mis fantasías de tango y jazz, los domingos con Silvio Soldán, y mis intentos por volverme un prodigio de la música. Retorné a la villa santa y fui adoptada por el Gordo Basquet y La Mujer. Allí descubrí el tango "de raíz": el Zorzal Criollo con su voz inmaculada, brillando sobre unas guitarras que suenan como una gota en un latón. Amé y amo a Gardel, y peleo con el que diga que el tango no es poesía.
Muchos vinos y difuntos de por medio, me reencontré con Goyeneche y al fin pude entender a ese hombre trágico, lírico y brutal (y hasta el presente no conozco quien le iguale cantando "Desencuentro").
Así y todo, mi corazón permanece junto a las grandes orquestas, el bandoneón de Troilo y -sobre todo- el piano de Osvaldo Pugliese, que comandaba su universo sentado allí ante las teclas prodigiosas.
Tal vez por eso me venga ahora a la memoria un episodio tomado de las modestas bacanales familiares donde no había sátiros ni actos libidinosos, pero sí abundantes libaciones a la sombra del tala, frente a la casa de la Adelaida. La fecha no podía ser otra que el cumpleaños de mi padre, con los hombres guitarreando y bebiendo bajo el árbol y las mujeres dentro de la casa, rezando para que fuera breve. Pero un rico vino difícilmente haga más corta una jornada, así que empezaron los tangos, los valsecitos criollos, la payada de contrapunto ... y el incendio del bosque de Etchandy. En un verano de sequía y sol rabioso de las tres de la tarde los vecinos entraron en pánico y todos tratábamos de hacer algo: corríamos con baldes para ahogar las llamas. A todo eso mi tío Manuel continuaba brindando a la sombrita y, desde allí, señalaba cuándo y hacia dónde teníamos que ir. Llegó un punto en que su mujer -furiosa- le increpó: "¡Pero Manuel: en vez de estar dando órdenes, levantáte y ayudá"... Y la respuesta de increpado se me grabó en la memoria: "¡Qué esperanza!: el Maestro dirige sentado al piano"