domingo, 30 de diciembre de 2007

LA MISA DEL 25

El domingo pasado la Navidad nos llévó a misa y lo hizo ir a mi padre, muerto hace tres años. Allí fue evocado y lo pensamos y lo rezamos y hasta me permití considerar que en su nueva situación lleva menos faltas a misa que estando entre nos.
Entramos y nos acogieron los villancicos, las luces, el pesebre, las campanitas: la soñada atmósfera natalina.
Pasamos a nuestros lugares y aún debimos esperar un rato antes de que la ceremonia comenzara. Esos minutos fueron los que motivaron esta crónica porque, mientras aguardábamos comencé a mirar el altar, primorosamente decorado y entonces traté de viajar hacia atrás y recordar aquel otro altar de esta misma capilla, anterior a la pulcritud de la madera y el brillo de los candelabros. Y paseé los ojos por aquellas paredes casi desnudas, recordé un espacio blanco, los ornamentos y la serena estampa del padre Alonso sentado a un lado con las manos en el regazo. Entonces, en el momento sublime de la reflexión alguien gritaba "¡Papito!" y alguien más lo silenciaba, una gallina cacareaba en el patio o en el corredor o algún otro ruido salido del mundo de mundos que él habitaba, lo venía a convocar. Después le tocaba el turno a la televisión, las uniones informales, la minifalda, las muñecas caras, la ropa de marca, etc, etc; todavía recuerdo sus sermones en mis años de catecismo y cómo el lunes miraba la novela de Verónica Castro con verdadera mala conciencia.
La del Padre Alonso era una imagen que parecía extraída de una novela de Víctor Hugo, que ganaba unos toques de Alfredo Krauss cuando cantaba (nadie que haya oído al Padre cantar el Himno Nacional o el "Alabaré" puede haberlo olvidado). Cuando decía aquello de "A tí, Dios Padre omnipotente ..." los del catecismo lo mirábamos sintiendo que en cualquier momento se elevaba del suelo, pero todos esperábamos que no dijera aquello de "Démonos fraternalmente la paz" porque entonces había que empezar a repartir besos a gente con la que uno no andaba con mucha ganas de besarse.
Este último domingo mientras sanateaba canciones que jamás había escuchado (al mejor estilo de un futbolista uruguayo cantando el Himno), pensé en aquellos tiempos del "Tú has venido a la orilla" cantado a voz en cuello, con el Father a la cabeza y en todo lo que cambió. Cambiaron las paredes, cambiaron mis ganas de entrar a una iglesia, cambió mi fe, cambiaron los ruidos del patio del colegio y cambió de sitio aquella presencia del eterno resfrío, de los zapatos siempre un poco despegados , de "Mis queridos". Pero irse no se fue.

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